Por los compañeros caídos
Nota del autor: este relato se preparó para participar en un concurso, era obligatorio utilizar lo siguiente: "Planta cuarenta y ocho puerta veinticuatro."
Usábamos los eufemismos, no queríamos decirle los nombres reales para no sentirnos tan mal, para levantar un poco el ánimo. Le decíamos planta para distanciarnos del pasillo, le decíamos puerta para no decir celda. Pero ese es uno de los peores recuerdos de mi vida, la celda veinticuatro del pasillo cuarenta y ocho o como decíamos la puerta veinticuatro de la planta cuarenta y ocho.
Estábamos en los sótanos de la sede de la policía política. La dictadura no perdonaba la disidencia, la dictadura no perdonaba pensar distinto, es más, la dictadura no perdonaba pensar. Todos acá éramos de alguna forma de la resistencia, ese conglomerado de gente que ama a su patria y que lucha por un mismo ideal, la libertad, sin que nos conociésemos. Todos sabíamos que cada quien de los que ahí estábamos, había sido activo a su manera y había enfrentado al dictador.
Algunos de los muchachos que estaban con nosotros en esos pasillos, simplemente habían participado en las marchas de protesta. Otros habían enfrentado valientemente a los órganos represivos, a la Guardia Nacional y a la Policía Nacional, haciéndolos retroceder, pero pagando muy caro su osadía, ya que la represión siempre se desataba brutalmente y la sangre de nuestros muchachos bañaba las calles.
Pero había otros que se habían dedicado a obtener, de formas muy valientes, información, por ejemplo, de los casos de corrupción o de narcotráfico, además de otros crímenes del régimen. Algunos eran hackers y penetraban las computadoras, otros se infiltraban en las oficinas del gobierno o incluso trabajaban en los mismos despachos de los cuales se sacaba la información y la hacían llegar a los miembros de la resistencia que podían utilizarla o difundirla.
Esa información se había podido hacer llegar a organismos internacionales, con lo que logramos convertir al régimen en un paria. Cuando llegaba a hacerse del dominio público alguna información de este tipo, los jerarcas del régimen entraban en cólera y ordenaban desatar la represión. Ellos querían saber cómo esa información reservada salía de sus archivos secretos, pero la resistencia tenía gente en todas partes, gente convencida que la libertad de la patria era lo más importante y por la patria y por su gente, hacían todos los sacrificios, corrían todos los riesgos.
La mínima sospecha podía hacer que llevase a una persona a los calabozos, que implicaban también la tortura, incluso, en ocasiones, a la muerte. Algunas veces simplemente detenían a personas que habían expresado su inconformidad con el sistema de gobierno, en ocasiones por hacerlo en redes sociales, y los presionaban para sacar la información, información que muchas veces no conocían, pero eso no importaba a los esbirros, a fin de cuentas ellos, sentían el placer de causar dolor. Ese dolor era parte del castigo por disentir.
Pero además de todo, también estaban el hambre, el agotamiento, las malas condiciones. Dormíamos sobre planchas de cemento, por lo que todas las mañanas amanecíamos adoloridos. Nunca podíamos descansar bien, porque aparte de todo estaban los ruidos, las linternas de los guardias, las luces que en ocasiones dejaban prendidas toda la noche para no dejarnos dormir, a veces simplemente golpeaban las puertas de las celdas por molestar, solo por molestar.
Y también la comida, que era poca y muy mala. Ocurrió que algunas veces nos la enviaban descompuesta, otras ocasiones tenía insectos o gusanos. La mayoría de las veces era apenas comible, era tan mala que algunos de los compañeros ya parecían esqueletos, de tan poco que comían. Supuestamente incluía carne o pollo, pero en cantidades más pequeñas de las que se le servían a un bebé. Me hacía recordar lo que había leído de los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Yo pensaba que esa era una época que había quedado atrás en la humanidad, pero no era así, en este momento era muy real.
Uno de los compañeros no pudo soportar la presión, era una persona mayor y un buen día decidió terminar con su existencia. Lo lamentamos mucho, porque era un buen hombre, siempre un amigo, siempre alguien dispuesto a darnos un consejo. Pero ese día, él no tenía consejos para sí mismo, solamente una cuerda, y el aviador voló alto, a una nube desde la cual nos mira.
Uno de los compañeros fue llevado a uno de los pisos altos para interrogarlo. Oficialmente dicen que se suicidó, que se arrojó por una ventana, pero sabemos que no es así. A los esbirros se les fue la mano, el concejal no aguantó. Según me dijeron, porque tenía problemas del corazón, y para tapar el error, decidieron arrojarlo por la ventana, para decir que se había suicidado y que todas las lesiones eran de la caída.
Los muchachos contaban sus historias de la calle, de cómo entre todos se enfrentaban a las tanquetas de la Guardia Nacional o de la Policía Nacional. Muchachos muy valientes que se protegían con escudos, la mayoría hechos con varias capas de cartón pegadas, en ocasiones con refuerzos de algún otro material, para aminorar el daño que pudieran causar los perdigones plásticos que usaba la policía.
Hace muchos años la policía utilizaba unos perdigones de plástico suave que dolían pero no dañaban, pero los cambiaron por unos de plástico duro que causan mucho daño. Uno de los muchachos recordaba que vio morir a su lado a una joven que le dispararon con el perdigón plástico a la cara, muy cerca, le destrozaron el rostro y falleció. Los muchachos usaban los escudos para cubrir a los compañeros cuando tenían que rescatarlos porque caían heridos. Entre varios los tapaban y otros, sin escudos, cargaban a los heridos. Aprendieron la técnica de los legionarios romanos.
Es doloroso ver como nuestros jóvenes, que deberían estar formándose en las universidades para dar su energía y sus conocimientos al país, están luchando en las calles y están cayendo asesinados bajo las balas criminales de los militares, los policías y los paramilitares del régimen.
A mí me comparan con ellos, para burlarse de mí los esbirros me dicen el abogado guarimbero. Pero no es correcto, no estoy a la altura de ellos, nuestros muchachos, nuestros estudiantes, nuestros guarimberos, son la forma suprema de amor a la patria. Ellos no han temido, con sus escudos de cartón, enfrentar a los inmisericordes asesinos del tirano. Esos escudos de cartón han sido más duros, más fuertes, que la moral de muchos de los líderes políticos, que se aprovechan de ellos, utilizándolos para negociar prebendas y beneficios con la dictadura.
Esos muchachos me apreciaban y respetaban mucho, porque yo era uno de los abogados que los defendían en los tribunales cuando eran detenidos. Muchas veces me los cruzaba en las calles donde ellos habían levantado las barricadas. Ellos decían “deja pasar al abogado que él es amigo nuestro”. No sabía quiénes eran, porque encapuchados se veían todos iguales, y en verdad sí, eran todos iguales, eran todos verdaderos héroes. Cuando llegué al calabozo, no dejaron de manifestarme su respeto. Ellos me agradecían y me admiraban, pero creo que no me admiraban más de lo que yo los admiraba a ellos.
No todos nuestros compañeros eran de la resistencia, algunos eran simples comerciantes o empresarios. El régimen es una organización económico criminal dedicada a todos los negocios turbios que podían conseguir. Entonces cuando era necesario eliminar la competencia para mantener un monopolio, podían comprar las empresas de terceros, si no querían venderlas se las podían expropiar o simplemente podían encarcelarlos para que entendiesen que era mejor negociar y aceptar vender sus empresas. Una extorsión de la peor forma posible.
Otros de nuestros compañeros eran personas que ni siquiera sabían por qué estaban ahí. En ocasiones el gobierno necesitaba sostener una narrativa de las cosas que decían, de las mentiras que inventaban a fin de justificarse, y para hacerlo necesitaban culpables. Esos culpables podían ser buscados incluso casi al azar. Esto también sucedía en casos de comunes, pero en estas circunstancias, la motivación era solo económica, la extorsión.
Recuerdo que uno de los muchachos me contó sobre un grupo de funcionarios que fueron a un sector residencial de clase baja, el mismo dónde él vivía, y eligieron a diez personas al azar. Uno de los policías dijo por la radio “listo jefe, ya tenemos a toda la banda”. Cuando llegaron a la sede policial, el jefe les dijo colocando un alijo de drogas sobre su escritorio: “ustedes tienen entre todos que pagar tal cantidad de dinero, si no la consiguen esta droga será de ustedes” y les dio 72 horas para conseguir lo que en realidad, era un rescate por un secuestro hecho amparado en las leyes.
Cuando pude salir, quise olvidarlo, olvidarlo para siempre. En la Corte Penal Internacional de La Haya están investigando los crímenes del régimen tiránico que aniquila nuestro país y me han pedido que declare mi experiencias. Quería olvidarlo porque es demasiado duro, demasiado doloroso. Pero se lo debo a ellos, a mis compañeros, a los que cayeron en los calabozos de la dictadura y a los que cayeron en las calles luchando por la libertad. Y también a los que están vivos y todavía sufren en esas mazmorras, por ellos decidí volver, aunque sea solo en mis pensamientos.
Planta cuarenta y ocho puerta veinticuatro no pensaba tener que volver aquí de nuevo.
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